Hemingway 7 / Los Sanfermines del grupo
Tras el paréntesis dedicado a las fobias de los personajes de ‘Fiesta’ y al antisemitismo y el evidente racismo y supremacismo de Pío Baroja, seguimos con el contenido de la novela. El texto al inicio contiene un homenaje a dos de mis ídolos del cine, que igual alguien piensa que ni vienen a cuento. Para mí sí, porque, el rodeo y el encierro, ¿tienen algo en común?
E.J.O. (Un perro andaluz)
Los Sanfermines del grupo
Hacia la mitad del capítulo XIII el narrador entra a contar y describir el ceremonial de la fiesta: “Llamamos al camarero, pagamos y empezamos nuestra peregrinación por la ciudad”.
Primero, la “desencajonada” (sic) de los toros. Son varias páginas, casi como la descripción de un rodeo de aquellos de ‘Junior Bonner’, la película de nuestro admirado Sam Peckinpah, pero sin caballos, más bien con bueyes, que dan paso a un comentario con el que ya empieza la bronca dentro del grupo:
“—La vida de un buey no es vida —dijo Robert Cohn.
—¿De veras opinas eso? —dijo Mike—. Yo hubiera creído que te encantaría ser un buey, Robert.
—¿Qué quieres decir, Mike?
—¡Llevan una vida tan tranquila! No dicen nunca nada; están siempre haraganeando por ahí.
Todos nos sentíamos incómodos. Bill se rió. Robert Cohn estaba enfadado. Mike siguió hablando.
—Hubiera creído que te encantaría. No tendrías que decir jamás ni una sola palabra.
Vamos, Robert, di algo. No te limites a estar ahí sentado.
—Ya he dicho algo, Mike. ¿No te acuerdas? Sobre los bueyes.
—Di algo más. Algo divertido. ¿No ves lo bien que lo estamos pasando todos?
—Acaba ya con eso, Michael. Estás borracho —dijo Brett.
—No estoy borracho. Hablo completamente en serio. ¿Es que Robert Cohn va a seguir siempre a Brett a todas partes como un buey?
—Basta ya, Michael. Trata de ser un poco educado.
—¡Al infierno la educación! Después de todo, ¿quién tiene educación, a excepción de los toros? ¿Verdad que son maravillosos? ¿No te gustan, Bill? ¿Por qué no dices algo, Robert? No estés ahí sentado como si asistieras a un condenado funeral. ¿Qué importa que Brett se haya acostado contigo? Lo ha hecho con montones de gente mejor que tú.
—¡Basta! —dijo Cohn poniéndose en pie—. ¡Basta, Mike!
—No te quedes de pie, no hagas como si fueras a pegarme. No me importaría en absoluto. Dime, Robert, ¿por qué sigues a Brett a todas partes como un asqueroso buey? ¿No te das cuenta de que estorbas? Cuando estorbo, yo lo noto. ¿Cómo es que no lo notas tú? Fuiste a San Sebastián adonde nadie te había llamado, y te dedicaste a seguir a Brett como un asqueroso buey. ¿Crees que eso está bien?
—Cállate, estás borracho.
—Tal vez sí. ¿Por qué no estás borracho tú? ¿Por qué no te emborrachas nunca, Robert? Has de reconocer que no pasaste unos días muy divertidos en San Sebastián, porque ni uno solo de nuestros amigos te invitó a ninguna de las fiestas. No puedes reprochárselo demasiado, ¿no te parece? Fui yo quien se lo pedí. Y ellos no te invitaron. No puedes reprochárselo, pues, ¿eh? Vamos, contéstame, ¿puedes reprochárselo?
—Vete al infierno, Mike.
—Yo no se lo reprocho. ¿Se lo vas a reprochar tú? ¿Por qué sigues a Brett a todas partes? ¿Es que no tienes modales? ¿Qué impresión crees que me hace eso a mí?”
No vamos a contar más. Con eso y lo que ya hemos adelantado de la atracción de Brett por el torero queda todo dicho. Va a haber pelea. O peleas. A puñetazos. Como no va a haberlos, si nos enteramos por boca de Michael, ya Mike, que Cohn llama Circe a Brett: “Sostiene que convierte a los hombres en cerdos”.
Al final del capítulo Jake Barnes tiene una corazonada. Han estado cenando y todo ha ido bien, pero:
“Me acordé de ciertas cenas durante la guerra: mucho vino, una tensión latente y la sensación de que se aproximaban cosas que uno no podría evitar que ocurrieran. Bajo los efectos del vino, desapareció aquella sensación desagradable y me sentí feliz. Todos ellos parecían encantadores”.
Capítulo XIV, después de 79 páginas por fin, en dos días, van a empezar las fiestas:
“Los dos días que siguieron fueron tranquilos; no hubo más peleas. La ciudad se preparaba para la fiesta. Unos obreros colocaban las vallas que cerrarían las calles laterales cuando, por la mañana, los toros, puestos en libertad, salieran de los corrales y corrieran por las calles, camino de la plaza”
¿Qué hacer entre tanto? La gente de la ciudad tiene sus costumbres:
“(…) Al atardecer, la gente salía a pasear. Después de cenar, durante una hora, todo el mundo (las chicas guapas, los oficiales de la guarnición, toda la gente bien de la ciudad) se paseaba por la calle que formaba uno de los lados de la plaza, en tanto que las mesas de los cafés se llenaban de los parroquianos habituales”.
Acaba de caer hecho añicos el edificio construido sobre el tópico ese de que “Hemingway describió los Sanfermines como una orgía y pura borrachera”. Y a renglón seguido Jake Barnes destroza la leyenda del Hemingway siempre borracho en Sanfermines.
“Por las mañanas, solía sentarme en el café a leer la prensa madrileña y luego andaba por la ciudad o salía al campo. A veces Bill venía conmigo; otras, se quedaba a escribir en su habitación. Robert Cohn se pasaba la mañana estudiando castellano o tratando de conseguir que le afeitaran en la barbería. Brett y Mike no se levantaban nunca hasta mediodía. Todos juntos tomábamos el vermut en el café. Era una vida tranquila, sin borracheras”.
En los paseos por la ciudad no podían faltar la visita al mercado o a la catedral, a la que va dos veces a rezar y una a confesarse:
“Fui un par de veces a la iglesia, una de ellas con Brett. Quería oír cómo me confesaba. Le expliqué que, además de ser imposible, no resultaba tan interesante como parecía; además, iba a ser en una lengua que ella no conocía (…) Cuando salimos de la iglesia encontramos a Cohn que, evidentemente, nos había seguido; sin embargo, estuvo muy ocurrente y simpático. Los tres juntos salimos a dar un paseo por el campamento de gitanos y Brett quiso que le dijeran la buenaventura.
Era una hermosa mañana, con altas nubes blancas encima de las montañas. La noche anterior había llovido un poco y en la planicie hacía fresco y se podía contemplar, además, desde ella un panorama maravilloso. Todos nos sentíamos buenos y llenos de salud; hasta llegué a sentir simpatía por Cohn. No había nada que le pudiera echar a perder a uno en un día como aquél.
Ése fue el último día antes de la fiesta”.
¡Por fin la fiesta!
La fiesta
“El domingo 6 de julio al mediodía la fiesta estalló”. Así, con esa frase, arranca el capítulo XV de la novela. De las de toda la narración esa es la frase que los “expertos sanfermineros” más veces han repetido en todo la historia. A partir de ahí quizás el lector o lectora descubra qué es lo que Hemingway contó en las cincuenta páginas de la novela, cuarenta si no se tiene en cuenta el último capítulo, que no transcurre en Pamplona, sino en San Sebastián mayormente, y en Madrid brevemente, además de en el Basque Country, cuando el grupo ya se disuelve y se van todos con la resaca a otra parte.
“Antes de que el camarero llegara con el jerez, el cohete que anunciaba el comienzo de la fiesta se elevó en la plaza. Al estallar allá en lo alto, formó un gran balón de humo encima del Teatro Gayarre, que estaba al otro lado de la plaza. Mientras contemplaba la bola de humo, que flotaba en el cielo como una granada que hubiera estallado, otro cohete subió a juntársele, esparciendo humo en medio de la radiante luz del sol. Vi el destello luminoso que produjo al estallar y apareció otra nubécula de humo. Hacia el momento en que estalló el segundo cohete, la arcada, vacía un minuto antes, estaba tan llena de gente que al camarero, que sostenía la botella por encima de su cabeza, le fue difícil atravesar la multitud y llegar hasta nuestra mesa. La gente llegaba a la plaza de todas partes, y calle abajo oímos acercarse los caramillos, los pífanos y los tambores, tocando el riau-riau. Los caramillos chillaban, redoblaban los tambores, y detrás iban grandes y chicos bailando. Cuando los que tocaban el caramillo se paraban, todos ellos se agachaban en la calle, y cuando se volvían a oír los gritos agudos de caramillos y pífanos y los golpes sordos, secos y huecos de los tambores, todos ellos saltaban por el aire bailando. En aquella masa compacta, lo único que se distinguía era el subir y bajar de las cabezas y los hombros de los que bailaban”.
El ambiente es espléndido: “En la plaza un hombre, casi doblado en dos, tocaba el caramillo. Le seguía una riada de chiquillos que gritaban y le tiraban del traje”.
¿Una riada de chiquillos en los Sanfermines de 'Fiesta'? Pues sí. Y mozos que bailan:
“Frente a nosotros, en un trozo de calle despejado, un grupo de mozos bailaba. Los pasos eran muy complicados y sus caras tenían una expresión atenta y concentrada. Todos miraban al suelo mientras bailaban. Las suelas de cáñamo de sus alpargatas golpeaban suavemente el pavimento. Lo tocaban con las puntas. Lo tocaban con los talones. Lo tocaban con la planta de los pies. Luego la música rompió en un ritmo salvaje; se terminaron los pasos de danza y se fueron todos sin dejar de bailar calle arriba”.
Pero para quien pueda pensar que sí, que el libro atrajo a miles y miles de americanos y otros lectores en lengua inglesa -¿en qué otros idiomas pudo haber sido?- quizás el párrafo más importante del libro fuera este:
“Al final, todo se volvió irreal: parecía como si nada pudiera tener consecuencias, como si pensar en consecuencias durante la fiesta estuviera fuera de lugar. Uno experimentaba siempre, incluso en los momentos de calma, la sensación de que tenía que gritar para que se oyeran sus palabras. Y lo mismo ocurría con cualquier otra cosa que se hiciera. Fue una fiesta que duró siete días”.
Si las jornadas de pesca en el Irati habían sido una estancia en el Edén, una experiencia Zen, ¿qué decir de ese “parecía como si nada pudiera tener consecuencias, como si pensar en consecuencias durante la fiesta estuviera fuera de lugar”? Ahora bien, ese milagro de librarse del peso del tener que pensar, ¿no ocurría en ninguna otra fiesta? Lo que vale, lo que cuenta desde el punto de vista local, es que lo escribió sobre los Sanfermines. Unas fiestas Zen, si no fuera porque las consecuencias, existir, siempre existen. Digan lo que digan los manuales de auto-ayuda.
Después de eso Jake nos habla de la procesión del santo: “Delante de la procesión y detrás de ella iban los que bailaban el riau-riau, formando una masa de camisas amarillas que subían y bajaban entre la multitud”.
Por cierto, ¿cuándo y porqué se cambiaron las camisas amarillas por las blancas y se ciñeron los mozos la faja roja, todo ello tan carlista? Dicen que desde los años 30 del siglo XX la empezó a usar la Peña la Veleta. Más fue el alcalde de Pamplona en la década de los años 60, Miguel Javier Urmeneta, quien trató (y consiguió) de extender el uso del color blanco con la ayuda de las peñas. Pero no estropeemos la fiesta con impertinencias.
“A través de la apretujada muchedumbre que abarrotaba todas las calles laterales y las aceras, lo único que pudimos ver de la procesión fueron los grandes gigantes: indios de cajas de puros, de treinta pies de alto, moros, un rey y una reina girando y valsando solemnemente a los sones del riau-riau”.
Jake quiere participar en la fiesta más a fondo. Quiere un bota de vino, como la que aquellos “basques” les ofrecieron en el autobús a Burguete. Compra dos y vuelve con el grupo. El grupo comparte mesa con las gentes del lugar. Invitan. Aprenden a beber de la bota. Fraternidad universal. Cohn aparece con una guirnalda de ajos colgada del cuello, otra señal de camaradería, sin duda. Y empiezan los fuegos artificiales. Ya solo queda esperar al encierro:
“Después de la cena salimos por la ciudad. Recuerdo que tomé la decisión de quedarme levantado toda la noche para poder ver cómo los toros corrían por las calles a las seis de la mañana; pero tenía tanto sueño que me fui a dormir a las cuatro. Los otros no se acostaron”.
La rutina del encierro y de los toros es lo siguiente que nos cuenta Jake. Y de los toros pasamos a los toreros y entre los toreros lady Brett queda impresionada por los pantalones verdes de Romero, de lo que ya hemos hablado. Y al final el conflicto estalla. Poco después la fiesta acaba. Cada mochuelo a su olivo.
En el entreacto Jake Barnes se toma la molestia de contarnos más sobre los vascos de Navarra, cómo no.
“Los asientos cubiertos de la plaza de toros se habían llenado de bote en bote de gente que, sentada al abrigo de la lluvia, había presenciado el concurso entre los grupos de canto y baile vascos y navarros”.
También nos cuenta cómo conocieron a Romero, el torero, que hará de desencadenante de la catarsis del grupo. Hemingway le dedicó varías páginas a su biografía ficticia, que a su vez le resultaron útiles para ir al meollo de la traca final de la novela: la relación entre aquel y lady Brett. Tan solo un detalle de cómo va a ir la cosa:
“—Dile que Brett quiere verle ponerse aquellos pantalones verdes.
—Cierra el pico, Mike.
—Dile que Brett se está muriendo de ganas de saber cómo puede meterse dentro de aquellos pantalones.
—Cierra el pico.
Mientras tanto, Romero jugaba con su copa y hablaba con Brett. Brett hablaba en francés y él en castellano con un poco de inglés y se reía.
Bill estaba llenando las copas.
—Dile que Brett quiere entrar en...
—¡Oh, Mike, por Dios! ¡Cierra el pico!”
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